13.09.2019 -
Muchos inversores evitan la renta variable por temor a las fluctuaciones de precios. Pero la fórmula del éxito es muy sencilla: no se deje impresionar por los titulares, aconseja Thomas Lehr.
Hemos evolucionado de modo que recordar los malos acontecimientos es más útil que recordar los buenos. Quizás es por eso que muchos inversores parecen dejarse llevar más por el temor a «la próxima crisis» que por la certeza sobre los buenos resultados a largo plazo de las acciones.
Un ejemplo es el año 1987. ¿Cuál sería su primera reacción si pronosticáramos de manera fiable que el próximo año puede esperar que la evolución de las cotizaciones del mercado de valores estadounidense sea la misma que en 1987*? Para la mayoría de los inversores, sonaría la señal de alarma. ¿1987? Ese fue el año del crac. El lunes negro, el día en que las bolsas registraron las mayores pérdidas de la historia: -20,47% el S&P 500 en ocho horas. ¿Quién relaciona 1987 con la rentabilidad nada llamativa de algo más del 5% que se había obtenido para finales de año (incluidos dividendos)? ¿O con el aumento casi histórico de poco más del 40% de enero a agosto, antes de que las cotizaciones se desplomaran?
Incluso si la rentabilidad de un índice bursátil es poco relevante en un periodo de tiempo tan corto, el ejemplo de 1987 probablemente muestra, como pocos otros años, que los precios pueden variar en ambas direcciones. Pero lo más significativo es que al final de la subida y bajada espectaculares, siempre ha habido una rentabilidad que no era nada estresante, sino totalmente adecuada. En este sentido, el tiempo es el factor decisivo.
Que un inversor paciente no tiene que temer las bajadas de precios queda de manifiesto observando la rentabilidad del índice de acciones estadounidense S&P 500. En el pasado, ha habido muchos más años buenos que malos, pero los ha habido de todo tipo: desde ganancias de más del 50% hasta pérdidas de casi la misma magnitud.
Los resultados parecen mucho menos arriesgados y aleatorios para periodos de diez años. En un tal intervalo de tiempo, el S&P 500 ha subido casi siempre. En más de la mitad de todos los periodos de 10 años, el índice obtuvo incluso una rentabilidad del doble. A alguien que tenía una inversión en bolsa durante el crac bursátil de 1987 debería darle igual si octubre de 1987 cayó al principio, a mediados o finales de su periodo de diez años: en los tres casos, la revalorización del S&P 500 en una década fue de más del 10% anual. La renta variable tuvo un comportamiento relativamente malo entre 1999 y 2009. Con el estallido de la burbuja de las «puntocom» así como la crisis financiera, hubo dos fases de caídas de magnitud histórica en una década.
Pero a largo plazo, se observa que los desplomes masivos son claramente la excepción y no la regla, y otro motivo por el que hay que contemplar las participaciones en empresas y sus rendimientos durante un período aún más prolongado. A muchos inversores esto parece resultarles difícil. En este sentido, habría que concienciarse de que una inversión raramente «termina» realmente. Si la inversión no es para un fin determinado, la pregunta de «¿y ahora qué?» debería surgir, a más tardar, a la fecha de vencimiento, que a veces no es hasta la jubilación. Especialmente cuando el patrimonio se revaloriza con el tiempo.
El inversor –y un comprador de acciones no es más que eso, si va en serio–, lo es en general para toda la vida. A quien sea consciente de ello, le quedará claro que considerar periodos fijos (y, sobre todo, demasiado cortos) es tan irrelevante como comprobar diariamente el contravalor de un depósito. Para pasar de ahorradores a inversores, recordar los malos acontecimientos, las desviaciones de la normalidad, no es nada útil. Hay que tener paciencia. El tiempo lo cura todo.
*La rentabilidad histórica no es un indicador fiable de los resultados futuros.
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