19.08.2022 -
Después de una crisis viene otra, y luego otra. A menudo, sus repercusiones son difíciles de valorar. ¿Qué supone esto para las inversiones?
El mundo es una entidad compleja. En este momento, los problemas, las crisis y los conflictos se superponen y de esta montaña se desprenden aún más problemas o incluso la próxima crisis económica.
No es la primera vez que nos tenemos que enfrentar a estos retos; si algo ha cambiado es la velocidad de circulación de la información al respecto: las noticias que se presentan y se comentan en los más diversos canales y que se reflejan en los movimientos de las cotizaciones bursátiles.
Los usuarios de los medios de comunicación modernos están expuestos a una avalancha continua de información que los golpea incesantemente como las gotas de lluvia de una violenta tormenta de verano. Información que se propaga en fracciones de segundo, accesible para (casi) todo el mundo en cualquier momento. La inflación de la información de última hora. Desde el punto de vista del inversor, detrás de cada nueva noticia (o de los refritos de noticias ya conocidas) se esconde una pregunta temerosa: ¿qué va a pasar con mi dinero?
Por suerte (o por desgracia, más bien) hay personas que dedican su tiempo a diario justamente para rascar bajo la superficie y comunicar sus conocimientos en pronósticos y expectativas de futuro.
Con ello, intentan dar respuesta a preguntas como dónde estará el Dax dentro de doce meses, por poner un ejemplo. O qué pasará con el precio del oro, del petróleo y del cobre. O cómo evolucionarán los tipos de interés hasta finales de año. O, en líneas más generales, qué podemos esperar de los mercados bursátiles internacionales en las próximas semanas. ¿Subirán o bajarán claramente en vista del panorama noticiero? Es para volverse loco.
El problema (o lo positivo) es que realmente nadie puede dar una respuesta segura porque nadie lo sabe con certeza. Las previsiones puntuales no son más que un lamentable intento de quitarle hierro a la incertidumbre inherente a la vida y, por ende, a las inversiones. Forma parte del folclore bursátil y es un ritual que muchos adoran, por más que sea un ejercicio completamente inútil para los inversores. Y así es como usted debería verlo también sin ninguna duda.
El problema viene cuando los inversores confían ciegamente en esas previsiones y basan en ellas su estrategia de inversión. Es de suponer que en ese caso estarán en modo catastrófico permanente, porque los vaticinios de los agoreros suelen ser los que más eco tienen y los que más espacio acaparan en los medios de comunicación.
¿Por qué? Porque lo que dicen vende más. Y el papel del agorero es muy agradecido, porque la altura de su caída es mucho menor que la del optimista. En algún momento, los videntes de lo catastrófico aciertan. Siempre hay algún momento y lugar en que todo salta por los aires. Es entonces cuando sueltan el «¡Si ya lo sabía yo!», sin importar si los desencadenantes que habían mencionado eran acertados o no.
El optimista, en cambio, lo tiene mucho más difícil; rápidamente se le tacha de alma cándida, de iluso impenitente. En el fondo, nunca puede estar en lo cierto, porque al fin y al cabo cualquier subida de las cotizaciones no es más que el preludio de la siguiente caída, una exageración temporal o un engañoso repunte del mercado bajista.
Y cuando eso sucede, a los medios les encanta hablar del gran crash inminente o del colapso total del sistema financiero. Después de cada «gran final» viene otra. En comparación, incluso el calendario futbolístico moderno, con todas sus supercopas, parece de lo más aburrido y vacío. Todo eso suena dramático, garantiza titulares y clics, y ahí está el verdadero problema: que inquieta a los inversores.
Nadie puede descartar un cisne negro (o gris) como el devastador accidente de Fukushima de 2011. Puede suceder en este mismo momento. O en el siguiente. No podemos engañarnos. Sin embargo, esta incertidumbre, conocida como «riesgo de evento», nunca debe determinar una estrategia de inversión a largo plazo.
Cuando estudiaba geografía en los años 80, los profesores siempre nos advertían de que se iba a producir un superterremoto en California. Ya a finales de los años 60, los científicos habían reconocido que la falla de San Andrés, que recorre unos 1300 km de norte a sur de California, supone el límite de dos placas continentales y que los terremotos son inevitables en esa zona.
Tras este descubrimiento, la cuestión para los habitantes de la región ya no es si se producirá un megaterremoto, sino cuándo se producirá. Y, por supuesto, si llega, se vendrá abajo todo Silicon Valley. Y detrás irán las bolsas.
No hay duda de que sería una catástrofe humana y económica. Y si esto me hubiera llevado a no invertir allí durante décadas...
Pero Silicon Valley sigue en pie.
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